Mini fanfic, parte final
- Nesa Serna
- 22 jul 2022
- 17 Min. de lectura
Narra Vicenta
La vida se trata de las decisiones que como personas tomamos al momento de hacer o querer hacer algo, pueden ser decisiones buenas o pueden ser malas, pueden ser tomadas por nosotros mismos o impuestas por otros e inclusive pueden ser decisiones que tuviste que tomar de manera drástica para aplacar algo, por ejemplo, el odio de personas hacía ti de modo que estás salvaguardando tu sanidad mental.
En mi caso, justo ahora, decidí mandar a la mierda a mi hermanito querido para venirme a tragar una hamburguesa con doble carne, patatas y una grande Coca Cola la cual tiene pequeños hielitos que estoy mordiendo. No sé en dónde estoy, solo sé que salí de la base miliar en modo incógnito porque no deseo ser encontrada, tomé un taxi de procedencia dudosa y el chofer manejó durante horas porque el ego de aquel imbécil me asfixia.
Haber ido a la biblioteca para dejarlo cogerme solo habría demostrado que él tiene poder sobre mí, que soy una sumisa que sigue las ordenes de ese energúmeno y que mi carencia económica es tan abismal que incluso me dejo denigrar. Y por supuesto no iba permitir ninguna de esas cosas, estoy pendeja, pero no tanto.
More de Zion y Ken resuena de fondo haciendo mi velada más amena. Tomo la grasosa hamburguesa entre mis manos y rio porque está enorme. Le pego una mordida adecuada para luego mascar mientras veo como las pole dancer giran alrededor del tubo. Recuerdos de cuando le bailé a ese idiota vienen a mi cabeza, pero los aparto y mejor me enfoco en llenar mi cuerpo de comida que seguramente tapará mis arterias, pero me vale mierda.
Quiero su dinero, esos millones me caen como perlas ahora que estoy más pobre que un vagabundo, pero el servicio sexual se concretará cuando yo lo decida y en el lugar dónde lo decida. Santiago tiene que aprender a que no soy un planeta que gira alrededor de él porque yo soy el puto sol. Si tanto desea bajarse la calentura que se atasque de muchos paracetamoles, después de todo ese antipirético reduce la fiebre. Además, ni que me ocupara, seguramente Valentina y Cindy le abrirán las piernas si él se los pide, después de todo están infectadas con el virus llamado Cárdenas. Yo también verdad, pero la diferencia está en que tengo un buen sistema inmune que lucha contra él para no apendejarme tanto.
—Guou, guou, tranquila, pequeña asesina de hamburguesas —dicen de repente, sobresaltándome. Mi hamburguesa resbala de mis manos, pero rápidamente la atrapo y acerco a mi pecho evitando que toque mi corsé.
—¡¿Qué diablos te pasa?! —le grito a la desconocida que me observa con diversión—. ¡No puedes aparecer así al lado de una mujer hambrienta!
—¿Quién lo dice?
—¡Pues yo! —Achico mis ojos en desconfianza. La mujer cuya ropa parece de vaquero, esboza una sonrisa pícara que me eriza la piel.
—Lamento informar que en lugares como estos cualquiera pueda aparecer así y ponerse al lado de quien le plazca, bonita.
Bueno, tiene un punto, ¡pero casi pierdo mi comida! Opto por ignorarla pues no vine a hacer amigos ni conocidos, sino a comer y disfrutar de mi…
La presencia de tiros me congela cuando estoy a punto de morder mi hamburguesa al tiempo que el griterío se alza provocando que personas corran de un lado a otro como si fuesen borregas en un corral encerradas con algún coyote. Me empujan, me golpean por accidente y en una de esas logran que mi comida caiga al piso, enfureciéndome. La mujer que estaba a mi lado se esconde bajo la mesa creyendo que la fea madera logrará cubrirla lo cual es tonto porque una bala fácilmente la alcanzará. En cuestión de nada el bar queda completamente vacío, la música aun resonando por las paredes.
Observo mi hamburguesa aplastada en el suelo y la furia me calienta las venas que con rapidez tomo el tenedor que dejó el consumidor anterior y camino hacia la fuente del ruido. Ni siquiera me sorprendo de encontrar a Santiago con una metralleta tirando balas al cielo. Luce enfurecido, a nada de matar al que se le atraviese, pero más enojada estoy yo porque se metió con mi comida por lo que corro a él lanzándomele encima y logrando tirarlo. En un santiamén logro desarmarlo para acercarle peligrosamente el tenedor al cuello.
—¿Qué demonios crees que haces, Santiago? —le espeto en un bramido mortal y sádico que lo hace tensar la mandíbula. Aprieto el metal contra su nuez de Adán. Él busca zafarse, pero logro inmovilizarlo tal como sucedió en Los Ángeles.
—Escapaste de mí, hija de puta —dice a lo obvio haciéndome reír. Eso parece no gustarle porque atrapa mi brazo con su mano, pero le suelto un golpe con mi otra mano que le voltea la cara hacia la izquierda.
—¿Nunca te dijeron que si escapan de ti es porque no desean verte?
Mi pregunta parece tocarle una fibra sensible porque enfurecido me tira dejándome bajo su grotesco cuerpo el cual me aplasta, pero no por completo ya que logro meter el tenedor entre nosotros. Sonrío como lunática cuando baja la mirada al espacio que hay en medio de su tórax y el mío.
—Anda, aplástame y veamos hasta dónde llega mi querido amigo metálico, Santi —le escupo y eso lo enfurece más porque busca quitarme mi arma, pero no le doy el gusto, en cambio, atrapo su cintura con mis piernas y usando toda la fuerza que tengo, nos vuelvo a girar.
Quedo otra vez encima de su cuerpo clavándome la dura erección en mi sexo.
—Déjate de mamadas, Vicenta. ¡Quítate de encima!
Suelto una risa porque sé que él no me quiere lejos.
—¿Yo? Pero si yo estaba tan tranquila tragando, ¡pero no! No puedo estar un momento a solas porque vienes a joderlo, maldito animal. ¿Tan urgido estás por esto? —refunfuño restregándole mi coño causando fricción entre nuestras ropas. El deseo se me enciende porque sí, también deseo cogérmelo, pero mi orgullo está muy herido por su culpa—. Por esto viniste, ¿no? —No responde, solo se encarga de asesinarme con su mirada oscura, esa que me provoca delirios lujuriosos a cada nada—. Lástima por ti, no lo obtendrás hoy.
Me alejo de él y de un brinco se pone de pie. Está lleno de tierra gracias a la revolcada que le di. Con pesar miro mi vestido, se ha rasgado. Ahí se va todo el dinero que invertí, un dinero que nadie me regresará porque ni siquiera me sentí princesa en la fiesta, sino una puta, porque así es como él me hace sentir en muchas ocasiones. No le veo la diferencia entre él y Esteban, tal parece que están cortados con la misma tijera salvo que este no me obliga a copular.
—Vámonos —me dice, pero simplemente ruedo mis ojos y empiezo a caminar sin rumbo fijo porque en verdad no sé dónde estoy—. Deja tus niñerías, Vicenta. ¡Vámonos!
—¡Contigo no iré a ningún lado! —Avanzo sin mirar atrás, pero bastan unas palabras suyas para frenarme en seco. Mis ojos empiezan a arder—. ¿Qué has dicho?
—Elaine vino conmigo, está en la camioneta esperándonos.
—Eso… —trago saliva, sintiendo como un gran peso me cae sobre los hombros para anclarme al piso—. M-Mi hija está en casa con Aurelio.
—Estaba.
—¿Qué le hiciste a Aurelio, Santiago?
El coronel me reta con la mirada y ahora es él quien se da la media vuelta para irse. Un golpe imaginario me zarandea al tiempo que obligo a mis piernas a moverse tras él. Los tacones me hacen medio torcerme los pies conforme avanzo por la calle empedrada, y cuando llego a la parte trasera del bar, me termino cayendo con un pozo que no vi. Suelto un quejido y maldigo, pero vuelvo a levantarme porque mi hija no puede estar con él. Suficiente tengo con los Morgado queriéndola asechar como si fuese una maldición.
Mis ojos arden más, y cuando noto como Santiago abre la puerta para sacar a mi rubia, lágrimas empiezan a deslizar por mis pómulos. Corro a ella y caigo de rodillas mientras la abrazo con fuerza, aspirando su dulce aroma el cual me embriaga.
—Ela…
—¡Mami! —chilla emocionada, alejándose un poco de modo que ve como lloro y eso provoca que su entrecejo se frunza—. ¿Por qué estás triste?
—No estoy triste, princesita —acaricio su carita redonda memorizando cada una de sus facciones para luego inspeccionarla de pies a cabeza—. Solo estoy feliz de mirarte. ¿Estás bien? ¿Santiago te…?
—¡Cierra la boca! —interrumpe él en ruso, entendiendo lo que pretendía decir por lo que me tenso—. ¿Quién vergas me crees? Jamás le pondría una mano encima, no estoy enfermo.
—Lo siento —me disculpo y abrazo a mi nena—. Solo…
—Cállate y sube, nos iremos a casa.
Para evitar conflictos hago lo que dice. Subo al asiento copiloto con mi hija en las piernas y la abrazo durante todo el camino hasta que ella queda dormida contra mis pechos. De reojo miro como el coronel está demasiado tenso, nada en él grita tranquilidad, sino furia y rabia. Los nudillos los tiene demasiado blancos por como aprieta el volante, la mandíbula está demasiado tensa y ni siquiera parpadea, se limita a mirar a la carretera. Poco a poco empiezo a reconocer los alrededores y casi una hora después estamos siendo revisados por los guardias de seguridad que custodian la base militar. Nos dejan entrar y tomamos carretera rumbo a las residencias de soldados de rango mayor, no me sorprendo cuando aparca frente a su casa.
—Bájate —me ordena desabrochándose el cinturón con rabia. Ni siquiera espera a que le diga nada, simplemente baja azotando la puerta y afortunadamente Elaine no despierta.
Con ella en brazos abandono el vehículo y camino por la pequeña banqueta hacia la puerta que él abre para mí. Voy al sofá para acostar a mi nena, pero su vocerrón me frena diciendo que me deje de pendejadas y vaya a dejarla a su habitación. Hago tal cual, reconociendo cada mínimo detalle que hay aquí dentro.
Llego a su pieza, retiro los zapatitos de mi hija y la recuesto al centro de la cama. Beso su frentecita, le pongo almohadas en los lados para que no se me caiga y al asegurarme que está bien, salgo al pasillo donde me estampo contra un duro pecho que conozco demasiado bien.
—¿En dónde está Aurelio? —pregunto en un susurro, temiendo que este animal lo haya matado.
—Dormido en tu sofá.
—¿Y por qué está mi hija contigo?
—Porque me la robé y tu querido tío ni siquiera lo notó.
—¿Cómo ingresaste? La casa tiene seguridad…
—Tengo mis mañas —se encoje de hombros—. Ven, necesitas ducharte.
Cómo si fuésemos niños pequeños, me toma de la mano para guiarme a su grande baño el cual tiene una bonita tina la cual llena con agua. Sale a la habitación para tomar ropa e ingresa cerrando con llave. Mi cuerpo entero entra en nervios y calor al ver como empieza a desnudarse.
—¿Te bañarás conmigo? —pregunto incrédula, sintiendo como el corazón me late embravecido en mi pecho que incluso duele.
—Sí. La regadera no sirve y no pienso esperar toda la noche para darme un baño así que desvístete ya y entra a la puñetera tina.
—No tienes que ser tan grosero conmigo —murmullo con el nudo en la garganta, sintiendo como me desmorono tal cual una galletita aplastada pese a que ya estoy acostumbrada a este tipo de tratos por parte de los hombres—. No soy una extraña y no merezco que me trates así solo porque no quise darte sexo incluso cuando me ofrecí como una puta ante ti.
—¿Te pedí hablar? —Niego y bajo la cabeza—. Entonces cierra la puñetera boca, desnúdate y entra a la jodida tina o te meto a la mala.
Existe algo llamado Violentómetro el cual es una es una herramienta que permite a hombres y mujeres estar alerta para detectar la violencia que sufren en pareja. Dicha herramienta tiene forma de regla, una que fue diseñada por el Instituto Politécnico Nacional, mejor conocido como IPN, y en esta se mide la agresividad por fases, siendo cada fase un color.
Está el color amarillo el cual podría llamarse la “Fase Preventiva” o el “Ten cuidado porque la violencia aumentará.” Aquí estás a tiempo de frenar lo que sucede y se puede identificar gracias al maltrato emocional y psicológico que existe como el recibir bromas hirientes, ser chantajeado, ser engañado, experimentar la famosa “ley del hielo”, sufrir celos, ser culpado, ser humillado en público, ser controlado y tener muchas prohibiciones como el ir a lugares o ver a familiares.
Luego tenemos el color rojo, el cual es un claro grito de “¡Reacciona! ¡No te dejes destruir!”. Esta alerta se inicia cuando ya la violencia pasa a los golpes “a modo de juego”, cuando hay pellizcos, empujones, manoseos, chantajes y privación de la libertad e incluso ser tocada sin tu consentimiento. Es aquí donde en verdad necesitas hacer algo porque eventualmente el daño seguirá creciendo hasta un punto sin retorno lo cual te lleva al tercer color.
El morado es la fase más peligrosa, esa que te grita “¡Necesitas ayuda profesional!”. Es una fase difícil de controlar y más cuando estás tan dañada. Aquí lamentablemente ya hay amenazas con objetos o armas, amenazas de muerte, te obligan a tener intimidad, experimentas violaciones contantes, puede haber mutilaciones y, finalmente, está el asesinato.
En mi caso, con Esteban he pasado las tres fases siendo la fase del color morado en la cual me he quedado estancada por miedo a hablar. Es por ello que lo que Santiago me hace es “medio tolerable” pues estoy acostumbrada a lo peor, sin embargo, eso no significa que no duela el como me trata.
¿En qué momento llegamos a este punto tan dañino y tóxico?
Con manos temblorosas me quito la ropa y evito verlo. Es cuestión de minutos para estar desnuda frente a él quien no habla ni emite sonidos. Voy a la tina para entrar, el agua está fresca, apetecible. Lentamente voy ingresando y no me atrevo a alzar la mirada por vergüenza, porque siempre termino cayendo por él. Echo agua en mi rostro, pero luego decido hundirme para empaparme toda, al salir tomo el champú para enjuagarme. Santiago entra enseguida provocando que el agua se agite e incluso tire al piso. El espacio se torna reducido, por inercia doblo mis rodillas porque no deseo tocarlo, pero resulta incómodo estar así.
—Ven —ordena apuntando al hueco que hay entre sus piernas.
Para evitar regaños, gritos y dolores de cabeza, me acerco quedando de espaldas. El contacto entre su cuerpo y el mío me genera escalofríos placenteros porque no importa cuan enojados o lastimados estemos, nuestras pieles no conocen de sentimientos, simplemente se reconocen y anhelan.
—¿Puedo hablar?
—No. Guarda silencio.
«Bien, jodido gruñón», respondo en mi cabeza, llevando las manos a mi cabello para seguirlo tallando, pero él me las baja al agua con brusquedad y entonces hace eso por mí. Sus dedos toscos me acarician el cuero cabelludo con sutileza; masajea lento, con esmero, con deleite. Evito cerrar los ojos porque si lo hago caeré dormida y no quiero eso pues debo cuidar a mi hija, pero cuando sus manos van a mis hombros para masajearlos, sé que perderé la batalla en cualquier momento.
De reojo miro como toma un pequeño cuenco el cual sumerge al agua para después ordenarme que cierre los ojos y verter el contenido en mi cabeza. Empieza a quitarme el champú. Al terminar toma una barra de jabón para empezar a limpiarme el cuerpo. No me toca con dobles intenciones, no masajea de forma sugerente, lo hace de forma normal, incluso cariñosa. Sus manos tocan mi cuello, mis hombros, brazos, axilas, pechos, cintura, piernas y, cuando le toca limpiar mi zona íntima, rápidamente cierro las piernas atrapando su mano en medio de ellas.
—Abre, Vicenta —pide en medio de un gruñido, pero niego—. Verga, solo abre. No voy a tocarte así, solo voy a limpiarte.
—¿Quién me lo asegura?
—Yo. Podré ser lo que sea, pero sé entender cuando no quieren sexo.
—Claro —suelto una risa—, entendiste tanto que aceptaste comprarme con millones y encima me perseguiste como si fuese una criminal.
—Pero seguí respetando tu decisión. ¿Acaso me ves penetrándote?
—No.
—Entonces abre. Déjame limpiar tu coño.
El calor se me sube a las mejillas y nuevamente me veo confiando en él. Le abro las piernas tal como quiere antes de sentir como sus dedos tocan el lugar que él conoce demasiado bien. Su acto arde, incendia, altera y calma en las mismas proporciones la vorágine de sentimientos que me azotan como una avalancha cayendo sobre mí.
Cumple su palabra, no me masturba, no frota mi clítoris ni tampoco me penetra con dobles intenciones. Simplemente asea mi vulva y al terminar sigue con mis piernas e incluso pies. Cuando termina conmigo, me dice que salga y lo espere en la cocina, algo completamente extraño en él, pero accedo solo porque deseo estar lejos ya que el cuerpo lo tengo ardiendo y puedo cometer una locura. Me seco con la toalla que trajo para mí, visto su grande ropa para luego salir. Miro a mi nena, sigue dormidita en la misma posición que la dejé. No me voy a la cocina como dijo, sino que espero a que salga y juntos nos dirigimos ahí. Intento no prestar atención a lo delicioso que olemos porque es como si ese baño nos hubiese unificado, marcado. Llegamos a la bonita cocina donde me siento sobre una butaca.
—Bien, ya estamos aquí. ¿Qué haremos? —indago cruzándome de brazos, viendo su ancha espalda ya que ha abierto el refrigerador.
—Comeremos —responde a secas y cuando creo que ya no hablará, me sorprende—. Vi como se te cayó la hamburguesa cuando solté los disparos.
La rabia de haber perdido mi comida se me aviva.
—Por tu culpa la aplastaron, Santiago.
—Lo sé, y no me arrepiento.
—¡Pues tú no, pero yo sí! —le grito—. ¡Jodiste con mi momento de paz y todo por tu maldita toxicidad!
—¡Tú eres la que me pone así de irracional! —brama de regreso, azotando la puerta del refrigerador con rabia. Algo se cae en el interior—. ¡Desde que llegué a México me tienes así de inestable! ¡Despiertas en mí instintos animales muy violentos que nadie jamás ha despertado y aun así tienes el descaro de soltar que soy tóxico cuando tú eres igual, hija de puta!
—¡Eres increíble!
—¡Dime algo que no sepa!
Rabiosa giro el rostro a otra dirección, pero de reojo miro como saca cosas de su refrigerador. De mala gana empieza a cocinar y, aunque sé que está enojado, la comida que prepara huele delicioso que las tripas me rujen. Es cuando huelo las patatas fritas que dejo mi rabia para bajar de la butaca tal cual una niña curiosa. Me acerco a él por un lado notando que tiene el ceño fruncido y que rebana con agresión las papas.
—¡¿Qué vergas estás mirando ah?! —pregunta aventándome esa mirada matadora de ojos negros que siempre me ha enloquecido. Incluso enojado luce muy guapo y es injusto—. Si no vas a ayudar, regrésate a donde estabas aplastada y déjame hacer mis mierdas.
—¡Ash, eres muy odioso! —le suelto una nalgada y me arrepiento porque la mano me duele. ¡Las tiene demasiado duras!
A regañadientes regreso a la butaca, pero una caja amarilla con brillitos capta mi atención. Achico mis ojos en desconfianza, miro sobre mi hombro al hombre que sigue cocinando y al final opto por ir a husmear.
Total, no tengo nada mejor que hacer.
Llego a la sala y miro la caja sintiendo que mi pecho se agita de la emoción porque lo que hay es simplemente hermoso. La caja se divide en dos, en un lado está la rosa que sale en la película de La Bella y La Bestia. Está atrapada en ese bonito cristal salvo que no está sola, sino que tiene una tirita de foquitos LED que me embelesan y, al lado de ella, están dos muñecos de porcelana.
Como niña pequeña me hinco frente a eso sintiendo que he descubierto el más bonito tesoro del mundo. Con manos temblorosas agarro la caja para acercarla a mí y sonrío con nostalgia al ver que los muñecos lucen muy realistas. Traen puesta la ropa que Bella y Bestia usaron cuando bailaron en aquel salón antes de que él se convirtiera en humano.
Recuerdos vienen a mi cabeza.
—¡Santi mira! —le grito a mi hermanito quien está en la cocina haciéndonos de comer porque mami no está. Él tiene nueve años, la misma edad que yo, solo que él es más inteligente porque sabe hasta usar a señor Lavadora y a señora Estufa.
—¿Qué pasó? —pregunta acercándose, le muestro la revista que el cartero nos trajo.
—¡Son muñecos de la Bella y Bestia! ¡Y viene con una rosa mágica!
—Están bonitos, sirena.
—¡Sí! —sonrío porque sabía que también le gustarían, pero entonces entristezco porque el precio es demasiado alto. Dejo la revista en la mesa y me subo al sofá sintiendo ganas de llorar. Santi viene a mí.
—¿Qué tienes, sirena?
—Nada —hipeo, mis ojos llenándose de lágrimas porque yo deseo esos muñecos ya que son de mi película favorita—. Solo que mi pancita no deja de gruñir.
—Ahorita comeremos —me dice dándome un beso en la frente—. Atrapé dos grandes pescados y ya casi están listos.
Mi hermanito es muy bueno pescando. Todas las mañanas vamos al pequeño muelle que está al otro extremo de la playa y nos sentamos a pescar algo porque si no tenemos pescados, no comemos.
Vamos para un año comiendo lo mismo porque el dinero que mami gana en su trabajo no alcanza para comprar muchas cosas y papi no ayuda, se la pasa de borrachín, así que Santi es quien se encarga de hacer platillos deliciosos que nunca aburren.
—¿Con qué los harás esta vez? —pregunto mientras dejo de llorar porque no quiero preocuparlo.
—Patatas.
—¡Mis favoritas!
—Por eso las hice —me guiña el ojo, da un besito en la boca y regresa a la cocina.
Respingo cuando veo una sombra gigante a mi lado. Es Santiago, trae dos platillos en mano y el nudo en mi garganta se intensifica al notar que es pescado empanizado con patatas, ranch y un poco de cátsup. Con manos temblorosas dejo la caja en su lugar y lo veo procurando no llorar, pero creo que es demasiado tarde porque él deja los platos sobre la pequeña mesa para, entonces, limpiarme las mejillas húmedas.
—¿Qué tienes, Sirena? —pregunta tomando asiento a mi lado.
—Nada. —El déjà vu me llega haciéndome reír porque es exactamente lo que me dijo aquel día. Absorbo por la nariz y lo miro directo a los ojos—. ¿Hiciste esto a propósito?
—¿Qué cosa?
—La comida y el regalo.
—No realmente.
—¿Entonces?
—Cuando tenías nueve años me enseñaste una revista donde venía algo así —dice tomando la caja—, tú lloraste porque de seguro lo querías, pero no lo externalizaste para no preocuparme, sin embargo, se te olvida que soy muy observador cuando de ti se trata y nada se me olvida.
—Es lo que estoy notando. ¿Lo compraste para mí?
—¿Para quién más? ¿Me ves cara de jugar con muñecas? —suelto otra risita y niego. Santiago me acaricia la mejilla provocando que mi loco corazón se acelere de la emoción porque está siendo dulce y tierno conmigo, tal como en esas épocas.
—Me haces sentir muy bipolar y te odio por eso —dictamino arrebatándole mi regalo—. Pero gracias por hacerme sentir que existo, eres el único que me presta realmente atención pese a que muchas veces eres un animal.
—Siempre te he prestado atención, Vicenta.
«Yo también y esa es mi maldición».
Comemos en silencio el delicioso pescado incluso cuando es de madrugada. Disfruto cada bocado como si fuese el último que vaya a probar. De tanto en tanto le doy sorbos a mi refresco y, al terminar, Santiago se va a lavar los platos dejándome sola así que aprovecho para abrir mi juguete sintiéndome una niña.
Algo en mi pecho florece entre los escombros y las cadenas en mi cabeza caen al piso abriendo la puerta que libera a la pequeña Vicenta que fue privada de muchas cosas desde su nacimiento. A su lado juego, la acompaño, me divierto y, cuando me siento con sueño, me recuesto en el sofá con mis hermosos muñecos sintiendo que, pese a todo, mi noche fue linda. Sin embargo, el sentimiento de melancolía me atrapa y envuelve con grandes cadenas por lo que termino sollozando. Mis brazos aprietan más a los muñecos contra mi pecho, muñecos que tontamente nombré como nosotros.
Pasos acercarse a mí me hacen callarme, no quiero que me mire así, suficiente tengo con todas las veces anteriores que me ha mirado llorar. No quiero que piense que soy débil, no soportaría eso.
—Eres tan mentirosa —chasquea su lengua y a como puede se escabulle tras de mí. Afortunadamente el sofá es muy grande y espacioso por lo que no tarda en pegarme a su pecho. Sus manos se enrollan en mi vientre el cual empuja hacia atrás de modo que mis glúteos chocan contra su evidente erección—. ¿Por qué no me dices que te tiene así de chillona?
—No estoy de chillona, cabezota —refunfuño abrazando más mis muñecos—. Solo… Me gustó mucho mi regalo.
—Puedo verlo —ríe bajito dejando besitos en mi oreja, cuello y hombro—. Perdón.
Mi cuerpo entero se tensa ante sus palabras ya que de todas las formas en que puedes disculparte con una persona, decidió elegir justamente esa palabra que muchos solo usan cuando han hecho algo grave.
—¿Por?
—Haberte tirado en la fiesta.
—Equis, olvídalo.
—Si pudiera lo haría. Es solo que…
—Justificaciones no quiero, Santiago —le corto su discurso porque esta ya me la sé—. Te enojaste, me soltaste con brusquedad, caí y ya está. Ambos somos culpables. Tú por soltar, yo por no mantener equilibrio. Ya no le busques cinco patas al gato.
—Vicenta…
—Nada —vuelvo a cortarlo y alzo mis muñecos—. Mejor mira estas hermosuras. ¿En dónde las compraste?
—Los mandé hacer hace muchos años con una artesana rusa.
—¿Te costaron mucho? —No me responde por lo que me doy la vuelta para quedar frente a frente; sus manos no me sueltan, de hecho, me pega más a él—. Vamos, Santi, dime.
—Si te cuento puede que me los regreses.
Con solo decirme eso intuyo que cada uno salió demasiado caro, aun así, indago porque con la curiosidad no me quedaré. Es por eso que me dice que cada ojo es un diamante cuyo valor oscila entre los treinta y cuarenta mil dólares, la ropa que llevan fue hecha por un modista parisino, los zapatos fueron exportados de Turquía, el cabello de Londres y las partes del cuerpo es porcelana rusa de la mejor calidad habida y por haber. Para cuando termina siento que todo me da vueltas.
—O sea que… ¿puedo venderlo y me darán mucho dinero por ellos?
—Ajá. Como son antigüedades seguro te dan 300 mil dólares por cada uno. ¿Piensas buscarle postor? —inquiere a lo cual frunzo el entrecejo con rabia e indignación.
—¿Por quién me tomas? ¡Son mis muñecos, Santiago! —le gruño y los abrazo con más fuerza—. Jamás los vendería así estuviese muriéndome de hambre.
El coronel ríe.
—Te creeré, Sirena.
Ni siquiera le respondo porque el descarado une su boca con la mía tomándome por sorpresa y yo no me le niego, de hecho, me le entrego como siempre dejando atrás los malos ratos, enfocándome en el presente, en como sus gruesas manos amasan mi culo para luego alzarme una pierna torno a su cadera la cual impulsa dándome certeros empellones que me ponen la sangre a hervir. Su tosca lengua ingresa en mi boca en donde me da uno de esos besos cargados de evidente lujuria que me mata y revive porque nadie jamás me ha besado como él.
Nadie jamás podrá superarlo ni igualársele porque, así como es de tóxico, es de inolvidable.
Santiago Cárdenas es una verdadera adicción.
**Iniciamos el mini fanfic para sobrellevar la ausencia del libro, pero ahora ya podremos deleitarnos más con Santiago y Vicenta en su nueva versión. Espero que este corto relato les haya gustado mucho :D
¿Cuál parte les gustó más?
SOLO DIRE QUE SANVI ES LO MEJOR QUE ENCONTRE EN WATTPAD... FIN DEL COMUNICADO